Cómo se escribe una historia

¿Misterio o milagro? No es fácil elegir entre ambas palabras cuando se termina de leer el último libro de Gil. Él lo tiene claro, por supuesto. Se queda con las dos. Gil había estado acumulando fuerzas a fuerza de disparos dosificados, a veces soltados con suave volteo de pistola en riña de saloon, a veces ametrallados con violento traqueteo de fuego amigo, de mandíbula castañeteando, de traca de humor desaforado a través de unos fueros lindados por lo familiar y por lo extraño habitual. Como buen poeta, ama la síntesis, la chispante greguería. Mas todo Virgilio quiere su Eneida. Aunque hacer a partir de la maestría en braquilogia un Paradiso o un Inferno se hace labor de titanes. Tiene suerte el poeta que trastoca y sublima su oficio. De repente remueve lo poco muy intenso para hacer masa y grandura, y lo separado, lo aforístico, lo despechugado, para su suerte y con muchos desvelos, puede entonces romper a batirse, ligarse, limarse y vertebrarse, hasta que cada pequeña entrega abreviada se engasta en un todo donde todo cuadra potente y terminado en su apertura. Todo poeta quiere su novela. Suerte la de Gil que lo consigue por varias veces.

La parva palabra, semema para los tecnitas, que provoca así, por arte de birlibirloque compositivo, textos mayores, es monumental objeto de ciencia y reflexión elaborada. Creo que viene el amago, aparte de ilustres precedentes clásicos y románticos, racionales e irracionales, de la pirotecnia dadá y del surrealismo. Es marca de fábrica o sambenito de los últimos del siglo XX el despertar y desperezo del amor al sinsentido. Tanteamos muchos en los años noventa, a veces con descaro ultraísta, a veces a contrapelo, el sentido y el desembozo del sentido. Algunos han podido con ese peso y han vuelto al sentido, trocando y volviendo la escoria ísmica en brillo de buena veta. En Gil al principio eran listas de la compra, alimento de los golpes de muñeca y de revólver propiciados por las cariñosos duelos de salón y sofá con su Pepito Grillo particular, o sea su padre, largo manantial de humor en su escritura. Luego fueron destellos de luz de hipstamatic, la voz de la conciencia en los metros cortos de la opinión periodística. La lista de la compra se hizo más adelante en Las Islas vertebradas mera sucesión de palabras sin orden ni gramática, y esa fue la máxima tensión para el lector, el fracaso final de la traca disonante surreal, cuando parecía triunfar en la mente del protagonista enfebrecido, pues la carencia de sentido, una vez se nombra e invoca, es siempre efusión sensitiva de lo importante, del sentido pues. Al fin, lo desmembrado y aislado se hace unísono y membrana, membresía y organismo, en el momento en que Huáscar nombra actos que pueden ser mal hechos sin consecuencias para el malhechor, o cuando hace de Pierre Menard de bolsillo, de maestro de vida gracias a primeras páginas de grandes novelas, enlistadas al final de la obra. El hacedor borgiano dice al narrador que todo está ya en vena para que la obra en grande salga en tromba. Lo acumulado, cada vez más turgentemente engarzado en collares coralinos en Las islas vertebradas o en Un hombre bajo el agua, se desborda en el continuo de Trigo limpio.

Lo apotegmático es tema de la panda de Gil o del inquilino paraeroportuario. Pero al punto lo mínimo se hace boquete de un gruyere lleno de ojos por donde se abren pasajes que llevan de un lado para otro. Y es la identidad de cada uno lo que está en juego, o lo que, mercancía averiada, se mueve de un lado para otro. Lo que cada uno es, lo que es propio de cada uno, está en juego en la novela de Gil. El juego acaba mal, o bien, como un robo. Un robo de identidad es un robo. O un favor. Cuanta mayor sea la duda sobre el yo que narra y se expone, mayores pueden ser los engrandecimientos de cada yo lector que goza del misterio milagroso. El exhibicionismo de Gil es de narrador no confiable. Lo sé de primera mano. El perro que lleva y trae es suyo y querido y no de sus suegros. Tiene nombre, Travis, y su dueño no es un rico anticuario alemán. Ergo no es de fiar el hombre. Por eso su historia de vuelcos de personalidad y de yoes traslapados es verosímil.

Hace reír con risa fácil Juanma Gil. No es risa que esconda lo otro sublime, ni que se voltee para que cunda la seriedad infinita de las grandes cosas. Es risa sin más y sonrisa y cervantino ánimo de hacer reír en cada subtrama narrativa, en cada episodio pandillesco, en cada evento maledicente del barrio, en cada chusco disparado y presente en sus diálogos-metralla. Lo serio está en cómo la metanovela interfiere lo narrado, y en descubrir la progresiva creación de lo narrado en la renuncia a los aparejos que gobiernan la nave por parte del que narra. En ese momento lo metanovelesco se ofrece a la luz como ardid de un alienígena, de una posesión, más que demoníaca, gurú, guruoica o guruyesca, puestos a inventar. Tal intromisión alienante es renuncia aparente al estro o a la ratio creadora, claro, porque el narrador, echándose fuera, se entremete con fuerza doblando el brazo a lo pequeño y gestionando con rigor de ausente el eje de transmisión del vehículo de la historia, una tramoya grande, de muchos hilos y pasadizos. Pero así alientan el misterio y el milagro de la obra de Juanma Gil, Trigo limpio. Aconsejo con pasión y razón su lectura.

Daniel Yepes Bravo